Postpandemia: una pastoral nueva y distinta

La pandemia dejó al descubierto que no éramos tan diferentes al mundo porque en el fondo no éramos tan semejantes a Jesús.

    15 DE ABRIL DE 2020 · 08:00

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    StockSnap, Pixabay

    De golpe recibimos un mensaje (tercera parte)

    Habíamos dicho en las dos notas anteriores que un virus (microorganismo), el Coronavirus, vino a cambiar, para siempre, nuestros patrones sociales, culturales, económicos, educacionales y religiosos; en consecuencia, vislumbramos por qué habría una nueva normalidad a la que deberíamos comenzar a considerar como permanente.

    En el presente artículo trataremos de poner sobre la mesa aquellas características y cualidades que entendemos deberá tener el ministerio pastoral de ahora en adelante.

    El virus dejó al descubierto muchas cosas que eran parte de nuestra “normalidad” pero no de la normalidad de Dios. Debemos en primer lugar considerar que Dios no está estático y sigue siendo Señor de la historia y de cada una de nuestras vidas. Nada sucede al azar, Dios no tiene plan B, Dios no escribe la historia a borbotones o espasmódicamente.

    Los que confiamos en Su soberanía, aunque no la entendamos, aunque no la comprendamos, sabemos que todas las cosas ayudan a bien. Es que de eso se trata la fe, no busca comprender sino primeramente obedecer, no pretende conocer antes de actuar sino que se arroja en la seguridad de la confianza en Dios.

    Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis hablan de “ceguera moral”. Esa ceguera moral nos impide valorar adecuadamente aquellas cosas que deberían ser nuestra normalidad, todo es ambivalente, relativo, cambiante, se amolda a nuestra necesidad egoísta, individualista y narcisista que excluye al otro, no lo hace parte de nuestra mirada, de nuestra acción, de nuestra atención.

    El actual “es un mundo que ha dejado de controlarse a sí mismo, un mundo que no puede responder a sus propios dilemas y aliviar las tensiones que ha sembrado[1] sentencian los autores.

    Me permito citar para ahondar el concepto:

    El mal no se limita a la guerra o a las ideologías totalitarias. Hoy en día se revela con mayor frecuencia en la ausencia de reacción ante el sufrimiento de otro, al negarse a comprender a los demás, en la insensibilidad y en los ojos apartados de una silenciosa mirada ética… La verdad más sorprendente y desagradable del presente es que el mal es débil e invisible; por lo tanto, es mucho más peligroso que esos demonios y espíritus perversos que conocemos a través de los trabajos de filósofos y literatos. El mal es ineficaz y está ampliamente disperso. Desgraciadamente, la triste verdad es que habita en cada ser humano sano y normal. Lo peor no es el potencial para el mal presente en cada uno de nosotros, sino las situaciones y las circunstancias que nuestra fe, nuestra cultura y nuestras relaciones humanas no pueden detener. El mal asume la máscara de la debilidad, y al mismo tiempo es la debilidad. (2017. pp.19 -20).

    No se trata de milagros, dones, ministerios, eventos, o edificios lujosos en medio de un continente pobre

    Es más que claro que esa “normalidad” que el mundo aceptó y que tan bien describen los autores citados no puede ser lo normal para Dios, pero tampoco para su iglesia. No obstante, debemos reconocer y aceptar que gran parte de lo descripto sedujo a la iglesia, la obnubiló, nos dejamos atrapar por las luces, los espejitos de colores, por el ansia de poder que desde el comienzo de los tiempos fue tan atractiva para el ser humano (ser iguales a Dios). La banalidad, la mediocridad y miopía espiritual produjo una anomia eclesial y ministerial que, pese al crecimiento numérico, nos sumergió en un profundo letargo espiritual.

    Es que no se trata de milagros[2], de dones, de ministerios, de edificios lujosos en medio de un continente pobre, de eventos, todo eso es pasajero, tarde o temprano cesará (1 Cor. 13:8). Se trata de amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mr. 12:30). En definitiva se trata de mostrar a Jesús y vivir como Él. Algo tan simple que precisamente por su simpleza se nos escurrió entre las manos.

    Durante mucho tiempo me llamó la atención que Jesús en el Evangelio según San Mateo capítulo 11, versículo 11 afirma que no hubo hombre más grande que Juan el Bautista. Al mirar su ministerio observamos que no hizo milagros, no realizó portentos, no separó mares, no derribó murallas, no venció gigantes o ejércitos, no conquistó ciudades, no retuvo por su oración la lluvia del cielo, ni paró el sol, pero Jesús dice: “no se ha levantado otro mayor que Juan...” En efecto, su grandeza radicaba en su pequeñez, su mérito encontraba razón de ser en su visión, su exaltación fue resultado de su humillación y su belleza en haber menguado consciente y deliberadamente para mostrar a Jesús (Jn. 1:15; 1:27; 1:29; 3:30; 5:35).

    Debemos acostumbrarnos a ser una iglesia de muchas casas pero de una sola familia

    En este nuevo tiempo deberemos acostumbrarnos al distanciamiento social, a nuevas pautas de interacción, al COVID-19 o el nombre que vaya recibiendo a medida que el virus vaya mutando -recreando inviernos distintos cada año-, acostumbrarnos a ser una iglesia de muchas casas pero de una única familia, a pensar la iglesia desde el otro y no desde nosotros, desde la necesidad y no desde la autosuficiencia, deberemos fijar nuestros ojos en Jesús el autor y consumador de nuestra salvación, nuestro modelo eternal, todo lo demás ha demostrado ser finito, imperfecto, impotente y vulnerable.

    Cuando analizamos la vida de Jesús observamos que el Espíritu Santo conducía su vida en todos los aspectos, desde los más simples hasta los más complejos y difíciles.

    La santidad estableció el fundamento basal para su ser y hacer no desde el discurso sino desde la vivencia consistente y el ejemplo cotidiano, de hecho hay un increíble paralelismo entre lo dicho en el Sermón del Monte y lo sufrido y dicho en la cruz. Nadie hablaba como Él, nadie tenía la autoridad de Él, nadie hacía lo que hacia Él. Fue diferente, distinto, no se amoldó a su tiempo, no encajaba entre los fariseos, los saduceos, los sacerdotes, los esenios, los zelotes, los romanos, los gentiles, era distinto y su diferencia radicaba en su semejanza al Padre.

    Sin dudas la pandemia dejó al descubierto que nosotros no éramos tan diferentes al mundo porque en el fondo no éramos tan semejantes a Jesús.

    Desde los comienzos del tiempo y hasta el final de ellos el motor que impulsó e impulsa a Dios es el amor. El amor propició, facilitó, anticipó el poder. Si nos focalizamos (siguiendo el párrafo anterior) en Jesús, veremos que cada una de sus motivaciones, acciones y milagros fueron precedidas por el amor. La iglesia pensó durante mucho tiempo que el poder era fruto de la unción, pero en realidad, el poder es fruto y consecuencia directa del amor. En la medida que amamos como Él amaría en nuestro lugar, la manifestación del poder de Dios es facilitada. Sin amor la unción se desvanece, el fuego se torna efímero, el poder se torna en manipulación y el ministerio se vuelve solo especulación religiosa, sin amor terminamos contristando el corazón de Dios y la iglesia perdiendo su esplendor.

    Jesús “se encarnó”, escribe San Juan, habitó entre los hombres, su padecimiento fue real, su dolor fue tangible, su entrega y amor eran reales, no discursivos. Recorría las ciudades, las aldeas, iba de un lugar a otro, no esperaba que la gente salga a su encuentro, iba al encuentro de ellas, donde nadie lo esperaba, allí llegaba Jesús. Estaba cerca de la peor clase de personas para su tiempo (leprosos, pobres, recaudadores de impuestos, prostitutas, endemoniados, enfermos de todo tipo), los atendía, usaba de misericordia, perdonaba sus pecados, los restauraba.

    Si bien se puede aplicar el ministerio de Jesús, dada su alta efectividad, a los actuales principios del management y el mercadeo, de más está decir que Jesús no era movilizado por ellos sino por el amor. Hemos confundido nuestro ministerio con cinco, seis u ocho claves o pasos para un ministerio efectivo, buscando fórmulas, ejemplos, parámetros normativos de todo tipo, pensábamos que Dios medía el éxito con parámetros humanos y en dicha búsqueda, en algunos casos, perdimos de cuenta la esencia de todo, el amor y la santidad.

    Al buscar hacer la voluntad de Dios lo primero es permitir que nuestro ser y ministerio mengüen para que su amor y acción a través nuestro crezcan

    Así como Juan el Bautista se esforzó por mostrar solo a Jesús, nuestro Salvador mostró únicamente al Padre y se esforzó por cumplir Su voluntad por encima de la suya (por más difícil que haya sido).

    Hay una constante en las palabras y acciones de Jesús, “hacer la voluntad del que lo envió”. Esto que suena tan simple encierra una enorme complejidad. Significa preferir la voluntad de Dios a la nuestra, relegar nuestros sueños ante los suyos, posponer nuestras prioridades para privilegiar las de Él, significa amar, consolar y aceptar incondicionalmente aún a aquellos que nos hacen mal.

    En síntesis, cuando buscamos hacer la voluntad de Dios lo primero que debemos hacer es permitir que nuestro ser y ministerio mengüen para que su amor y acción a través nuestro crezcan. Convertirnos en las manos que utilice para levantar al caído, los ojos a través de los cuales mire al que sufre, los oídos que utilice para escuchar el clamor de los necesitados, los pies que use para buscar al perdido, un corazón que sienta lo que Él siente. Como dije esto es fácil escribirlo y leerlo pero hay que atravesar una muralla casi infranqueable para lograrlo, nosotros.

    Los evangélicos estamos acostumbrados a ver la cruz vacía y es cierto, Jesús resucitó y está sentado a la diestra del Dios Todopoderoso, pero solemos obviar que antes de una tumba vacía hubo una cruz llena con el cuerpo sufriente de Jesús, entregado voluntariamente por amor a cada uno de nosotros.

    Estuvimos tan centrados en la gloria -cierta y verdadera- que perdimos de vista la necesidad de ser copartícipes de Su sufrimiento tal como señala el apóstol Pablo (2 Cor. 1:6-8). En nuestro caso ese sacrificio sigue estando vigente a la hora de poder cumplir con nuestro ministerio. Hay una santa tensión entre una iglesia sufriente y una iglesia gloriosa, no podemos elegir solo una cara de ella.

    A lo luz de lo señalado y teniendo en cuenta nuestro único y más excelente modelo, quisiera a modo de reflexión y como inicio de un debate que entendemos será necesario realizar en los próximos años, mencionar algunos puntos que de ahora en adelante, serán esenciales para el ejercicio ministerial, independientemente del ministerio que sea, ellos son:

    • Necesitaremos ser llenos del Espíritu Santo para, en primer lugar, ser como Jesús fue y luego hacer lo que Él hizo, siempre fue más importante el ser que el hacer (Mt. 7:21-23). La primera manifestación del poder de Dios siempre es el amor, es el antecedente necesario para la acción (Mar. 12:30).
    • Necesitaremos ser santos, esto no nunca fue una opción, es parte esencial de nuestra identidad como hijos y siervos de Dios (1 Ped. 1:16).
    • Deberemos construir la imagen de Jesús en nuestra comunidad, no la de nuestros ministerios, es lo único que impactará en las personas. Jesús no nosotros (Jn. 14:9). Nunca se trató de nosotros.
    • El virus nos hizo salir de la pseudo-realidad de la oficina pastoral. Será menester ir a las personas, ya no podemos esperar que ellas vengan a la seguridad de nuestros templos. Las tinieblas no se acercan a la luz, es la luz la que inunda las tinieblas (Jn. 5:35).
    • Nuestro ministerio deberá comenzar a tener más olor a oveja que a mobiliario eclesial (Mt. 9:35). Si bien el distanciamiento social será una conducta que llegó para quedarse, no hay mayor distancia que la producida por la religión o la indiferencia (Fil. 2:5-8).
    • Deberá ser un ministerio signado por la entrega y la pasión, resultados ambos del amor previo por Jesús y las personas. Tengamos presente que el amor no se mide en cantidad de actividades –de hecho gran parte de ellas quedarán en el pasado- sino por vidas transformadas por el obrar de Dios a través nuestro (Mr. 16:16.20).
    • Necesitaremos un ministerio signado por la máxima expresión del amor, el sacrificio personal. Jesús murió y resucitó, por eso los que creemos en Él viviremos eternamente (Jn. 13:16).
    • Deberemos tener un ministerio que tenga compasión por la multitud que está sin pastor y salga a su encuentro[3]. Un ministerio que hable menos y muestre más, que juzgue menos y abrace más, que tenga menos ritos pero ame más. Que sea capaz de encarnarse en la comunidad para mostrar el amor de Dios.
    • Finalmente, necesitaremos un ministerio que vuelva a estremecerse al pronunciar el nombre de Jesús, a quebrantarse al pensar en su amor, a consumirse por los demás, un ministerio conforme al corazón de Dios (Hech. 13:22), en definitiva deberemos volver al primer amor.

     

     

    Bibliografía

    Bauman Z, & Donskis L (2017). Ceguera moral. La pérdida de la sensibilidad en la modernidad líquida. Espasa libros, S.L.U. (Barcelona). España.

     

    [1] Bauman & Donskis (2017, p.13).

    [2] Creemos en ellos y el obrar sobrenatural del Espíritu Santo, hoy.

    [3] Sigo escuchando a muchos decir que la gente después de esto correrá a nuestras iglesias. Lamento decir que a lo largo de la historia la Biblia muestra a un Dios que va y manda a sus siervos, no que se sienta a esperar que la gente acuda a Él.

    Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Con sentido - Postpandemia: una pastoral nueva y distinta

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