¿Atrapados por ataduras generacionales?

La conversión a Cristo nos faculta de manera especial para deshacer maldiciones familiares y ataduras generacionales.

16 DE ENERO DE 2022 · 08:00

Basil James, Pexels,candado abierto
Basil James, Pexels

La Biblia nos notifica que las consecuencias de los pecados de los padres terminan afectando a sus futuras generaciones, pues: “… Cuando los padres son malvados y me odian, yo castigo a sus hijos hasta la tercera y cuarta generación…” (Éxodo 20:5), circunstancia a la que parece haber aludido el Señor cuando se dirigió así a sus compatriotas contemporáneos en el evangelio: “… así quedan implicados ustedes al declararse descendientes de los que asesinaron a los profetas. ¡Completen de una vez por todas lo que sus antepasados comenzaron!” (Mateo 23:32).

Pero más allá de heredar culpas ajenas algo que la Biblia niega enfáticamente, lo que se quiere dar a entender en el éxodo es que los hijos sufren las consecuencias del pecado de sus padres.

Es así como muchas prácticas moralmente censurables se convierten en un sino trágico casi irresistible que se repite con mucha frecuencia de generación en generación a lo largo de toda una saga familiar en lo que algunos designan ya como “maldiciones familiares” o “ataduras generacionales”.

Pero a pesar de que, sin lugar a duda, el ejemplo de los padres es el que determina en buena medida la repetición de su misma censurable conducta por parte de sus hijos en sucesivos ciclos generacionales; no por eso sus descendientes pueden excusarse señalando el ejemplo de sus padres, escudándose en una mal entendida solidaridad de familia, como intentaron sin éxito hacerlo los judíos de la época de Ezequiel con un popular, amañado y engañoso refrán que, aludiendo probablemente al citado pasaje del Éxodo, pretendía eximirlos ya de cualquier responsabilidad personal culpando de todo al mal ejemplo de sus padres y presentándose como simples víctimas de las circunstancias.

Refrán al que el Señor hizo alusión de este modo, apresurándose a desvirtuarlo y echarlo por tierra: “«¿A qué viene tanta repetición de este proverbio tan conocido en Israel: ‘Los padres comieron uvas agrias, y a los hijos se les destemplaron los dientes?’ Yo, el Señor omnipotente, juro por mí mismo que jamás se volverá a repetir este proverbio en Israel. La persona que peque morirá. Sepan que todas las vidas me pertenecen, tanto la del padre como la del hijo”. (Ezequiel 18:2-4).

Aquí queda, pues, firmemente establecido el principio de la responsabilidad personal“Pero ustedes preguntan: “¿Por qué no carga el hijo con las culpas de su padre?” ¡Porque el hijo era justo y recto, pues obedeció mis decretos y los puso en práctica! ¡Tal hijo merece vivir! Todo el que peque merece la muerte, pero ningún hijo cargará con la culpa de su padre, ni ningún padre con la del hijo: al justo se le pagará con justicia y al malvado se le pagará con maldad” (Ezequiel 18:18-20).

Porque lo cierto es que el ser humano no se encuentra atrapado en un destino inmodificable, sino que puede romper los esquemas que se le han impuesto a pesar del poder determinante que estos tengan en su vida tal y como lo hicieron, entre otros, los hijos de Coré, reivindicando el tristemente célebre nombre de su padre, ejecutado por Dios por su rebelión contra Moisés y Aarón de una manera dantesca, que quedó grabada de manera indeleble en la memoria colectiva de Israel: “Tan pronto como Moisés terminó de hablar, la tierra se abrió debajo de ellos; se abrió y se los tragó, a ellos y a sus familias, junto con la gente y las posesiones de Coré. Bajaron vivos al sepulcro, junto con todo lo que tenían, y la tierra se cerró sobre ellos. De este modo fueron eliminados de la comunidad” (Números 16:31-33).

Sin embargo, vemos a sus descendientes sobreponiéndose posteriormente a este estigma, sirviendo a Dios de formas muy honrosas, dignas y ejemplares: “Además, Salún hijo de Coré, hijo de Ebiasaf, hijo de Coré, y sus parientes coreítas de la misma familia patriarcal estaban encargados de custodiar la entrada de la Tienda de reunión, tal como sus antepasados habían custodiado la entrada del campamento del Señor” (1 Crónicas 9:19); dirigiendo así al pueblo de Israel en su adoración congregacional a  Dios:  y los levitas de los hijos de Coat y de Coré se pusieron de pie para alabar al Señor a voz en cuello” (2 Crónicas 20:19).

Del mismo modo, el rey Josías se sobrepuso al legado de su abuelo Manasés y de su padre Amón, de quienes se dice: “Manasés tenía doce años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén cincuenta y cinco años. Su madre era Hepsiba. Manasés hizo lo que ofende al Señor, pues practicaba las repugnantes ceremonias de las naciones que el Señor había expulsado delante de los israelitas” (2 Reyes 21:1-2); y a su vez: “Amón tenía veintidós años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén dos años. Su madre era Mesulémet hija de Jaruz, oriunda de Jotba. Amón hizo lo que ofende al Señor, como lo había hecho su padre Manasés” (2 Reyes 21:19-20).

A pesar de esto: “Josías… reinó en Jerusalén treinta y un años… Josías hizo lo que agrada al Señor, pues en todo siguió el buen ejemplo de su antepasado David; no se desvió de él en el más mínimo detalle… Ni antes ni después de Josías hubo otro rey que, como él, se volviera al Señor de todo corazón, con toda el alma y con todas sus fuerzas, siguiendo en todo la ley de Moisés” (2 Reyes 22:1-2; 23:25).

Ya antes de él su bisabuelo Ezequías había hecho lo propio en relación con el legado de su padre Acaz, descrito con estas palabras: “Tenía veinte años cuando comenzó a reinar, y reinó en Jerusalén dieciséis años. Pero, a diferencia de su antepasado David, Acaz no hizo lo que agradaba al Señor su Dios. Al contrario, siguió el mal ejemplo de los reyes de Israel, y hasta sacrificó en el fuego a su hijo, según las repugnantes ceremonias de las naciones que el Señor había expulsado delante de los israelitas. También ofrecía sacrificios y quemaba incienso en los santuarios paganos, en las colinas y bajo todo árbol frondoso” (2 Reyes 16:2-4), no obstante lo cual Ezequías halló un ejemplo digno de imitar en su antecesor el rey David: “En el tercer año de Oseas hijo de Elá, rey de Israel, Ezequías hijo de Acaz, rey de Judá, ascendió al trono. Tenía veinticinco años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén veintinueve años… Ezequías hizo lo que agrada al Señor, pues en todo siguió el ejemplo de su antepasado David… Ezequías puso su confianza en el Señor, Dios de Israel. No hubo otro como él entre todos los reyes de Judá, ni antes ni después. Se mantuvo fiel al Señor y no se apartó de él, sino que cumplió los mandamientos que el Señor le había dado a Moisés. El Señor estaba con Ezequías, y por tanto este tuvo éxito en todas sus empresas…” (2 Reyes 18:1-7), demostrando así el principio de que, aunque no podamos escoger a nuestros padres, si podemos escoger a nuestros mentores, y estableciendo de paso esperanzadores precedentes para sobreponernos a cualquier legado trágico o estigma vergonzoso heredado de nuestros padres, puesto que, como lo anunció de forma concluyente el profeta: “… la maldad del impío no le será motivo de tropiezo si se convierte” (Ezequiel 33:12), siendo entonces la conversión a Cristo la que nos faculta de manera especial para deshacer estas maldiciones familiares y romper estas ataduras generacionales.

Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - ¿Atrapados por ataduras generacionales?