Lecciones del holocausto nazi

El hombre es el ser que inventó las cámaras de gas de Auschwitz, pero también el que entró en ellas con el Padrenuestro o el Shema Israel en sus labios.

29 DE OCTUBRE DE 2023 · 08:00

Snowscat (Yad Vashem) / Unsplash,Yad Vashem, Holocausto judío
Snowscat (Yad Vashem) / Unsplash

Quien visita Jerusalén no puede dejar de conocer el Museo del Holocausto Yad Vashem, que más allá del conocimiento histórico que pueda brindar, nos abre la puerta a una experiencia con una gran carga emocional que nos confronta crudamente con el concepto mismo de dignidad humana.

Como tal, es una experiencia que no podemos olvidar, junto con la realidad histórica que se encuentra detrás de ella, cuyo conocimiento es justamente el que nos ha abierto los ojos y el corazón a dicha experiencia.

Como peregrino a Tierra Santa en el año 2011 yo no fui ajeno a esta experiencia, pudiendo ser testigo de todo el abrumador acervo documental que sustenta éste, tal vez el más sombrío y doloroso episodio de la historia judía, y uno de los más vergonzosos episodios de la historia en general respecto al cual ningún ser humano puede sentirse ajeno.

Miles de dramas y testimonios individuales se combinan magistralmente de manera visual y auditiva en el museo para dar forma al drama de toda una nación y a la vergüenza de toda una generación de la raza humana que hizo la vista gorda ante este exterminio genocida que, contra toda evidencia, está ya comenzando a ser negado descaradamente por oscuros e inquietantes personajes de la política y de la religión mundial y por emergentes grupos extremistas de diversa procedencia que deben ser denunciados y vigilados por la comunidad internacional.

Sin embargo, en medio de todos estos elocuentes testimonios, yo no podía olvidar el narrado por nuestro guía judío-argentino Isaac Slepoy, quien debió detenerse en más de una oportunidad al contarlo, incapaz de contener las emociones que su recuerdo le generaba. En efecto, el testimonio de nuestro guía no sólo se unió a los que pudimos contemplar en el museo, sino que llegó a destacarse sobre ellos por la cercanía y la empatía natural que surge habitualmente entre guía y peregrinos, una empatía reforzada en este caso por la evidente calidad humana, y la excelencia y solicitud mostrada en su trabajo por nuestro guía.

Resumiendo, por diversas circunstancias fortuitas la abuela de Isaac había tenido que dejar a su familia en Argentina librada a su propia suerte para viajar a Europa, siendo pronto apresada por el régimen nazi dominante el cual la destinó a la inhumana labor de amontonar los cadáveres de su propio pueblo, trabajo en el cual sus fuerzas la abandonaron y terminó por desfallecer cuando al parecer descubrió entre los muertos a un miembro de su propia familia.

Dada por muerta por los soldados nazis, fue embarcada en un vagón de tren con el resto de cadáveres para ser posteriormente incinerada. Al recobrar la conciencia y darse cuenta de la situación se arrojó del vagón quedando tan maltrecha y expuesta al frío invernal que hubiera muerto pronto si un sacerdote polaco no la hubiera hallado y se hubiera compadecido de ella, quien con riesgo para su propia vida se encargó de cuidarla así como a otros de sus compatriotas en desgracia en la clandestinidad del sótano de su parroquia hasta su pleno restablecimiento y puesta a salvo.

Isaac y su familia nunca olvidaron este gesto deseando expresar su gratitud a este sacerdote por lo que había hecho. Pasado el tiempo Isaac, ya adulto, encontró la oportunidad anhelada cuando formó parte de la logística alrededor de la visita del pontífice de Roma -máxima autoridad de la Iglesia Católica en el mundo- a Israel en el año 2000 y logró sortear el anillo más inmediato del aparato de seguridad montado alrededor de este dirigente espiritual, a la sazón el carismático Juan Pablo II, logrando tener acceso personal a él para agradecerle los cuidados que como sacerdote le había prodigado tan solícitamente a su abuela a riesgo de su propia vida cuando era tan sólo el anónimo sacerdote Karol Wojtyla en Polonia.

Pero el epílogo de esta historia no fue menos conmovedor, pues tuvo lugar cuando la abuela de Isaac visitó ya muy anciana Jerusalén y contra toda recomendación insistió con su nieto no sólo en visitar el Museo del Holocausto, sino en leer allí los registros detallados de las víctimas y los sobrevivientes del mismo, habida cuenta que esta buena mujer había perdido a toda su familia en esta sistemática aniquilación de la que su nación fue víctima a manos de Hitler y su cuadrilla de asesinos.

A regañadientes, Isaac accedió y la llevó al Museo, procurando disuadirla en su momento de la torturante lectura de los registros, sin tener éxito en el intento ante la calmada pero firme resolución de su abuela. Estando a punto de llevar a cabo este ejercicio, un funcionario del Museo abordó a Isaac con gesto circunspecto para confirmar el nombre de su abuela, una vez hecho lo cual procedió a ponerlo sobre aviso en relación con una sorprendente situación: uno de los hermanos de su abuela había también sobrevivido al holocausto y se encontraba aún vivo residiendo en una casa ubicada en una cercana localidad de Israel.

Esta información movilizó de inmediato al personal de Yad Vashem para proveer cuanto antes apoyo y asesoría psicológica profesional a ambos ancianos, no sólo para darles la noticia, sino para preparar su inevitable encuentro. Encuentro que Isaac contempló con un conmovedor y casi reverente respeto cuando llegaron a la casa del hermano de su abuela previamente notificado de la visita de su hermana y observarlos fundirse en un abrazo interminable mientras lloraban y compartían sus recuerdos y vivencias a lo largo de varias horas.

Pero el holocausto es mucho más que un drama histórico de dimensiones globales que no debemos olvidar. Es, en palabras del psiquiatra judío Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración, un “laboratorio vivo”, fuente de reflexión en todos los campos de la actividad humana. Fundamentalmente, el horror nazi puso de nuevo el problema del mal en el primer plano de la reflexión actual, brindando renovado aliento al ateísmo moderno que tradicionalmente ha hecho uso de este problema como argumento a favor de la inexistencia de Dios.

Así, en el marco del pesimismo existencialista de escritores como los franceses Albert Camus y Jean Paul Sartre, el primero de ellos llegó a afirmar de manera sombría y cínica que, a la luz de Auschwitz[1], el único asunto serio de discusión dejado por los filósofos era el del suicidio.

El judío Elie Wiesel, también sobreviviente del holocausto y ganador del premio nobel de la paz sostenía por igual de manera resuelta, evocando la indiferencia de la comunidad internacional alrededor del holocausto que: “Hay un derecho que yo no le concedería a nadie: el derecho a ser indiferente”.

Los “mea culpa” surgieron también de manera inmediata entre los protestantes y tardaron un poco más entre los católicos, pero ambos ya han tenido lugar. Entre los primeros es famosa la declaración del pastor Martin Niemoller confesando: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista, Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, porque yo no era judío. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”. No obstante hay que anotar que junto a su más conspicuo colega, el destacado teólogo Dietrich Bonhoeffer, Niemoller ayudó a lavar un poco el honor manchado de la iglesia protestante alemana que se plegó masivamente al Führer, liderando ese pequeño remanente de la iglesia que, bajo el nombre de Iglesia Confesante, se opuso hasta el final al régimen nazi aportando en la persona de Bonhoeffer a uno de sus mártires más admirados y leídos en la actualidad.

El papa Juan Pablo II a su vez pidió perdón públicamente en nombre de la Iglesia Católica Romana por el antisemitismo promovido por ella a lo largo de la historia que propició el holocausto y la generalizada indiferencia de la iglesia hacia la “solución final” de Hitler al mal llamado “problema” judío.

Con todo, el mismo papa fue a nivel individual una excepción a la regla como se deduce de la ayuda que brindó como sacerdote al pueblo judío y podrían señalarse otros casos de excepción de ejemplar firmeza y amor cristiano como el del fraile franciscano Maximiliano Kolbe, quien al igual que Bonhoeffer, compartió el sufrimiento de los judíos en los campos de concentración y murió sustituyendo en el patíbulo a uno de ellos, el soldado polaco Francis Gajowniczek.

Vale la pena evocar aquí lo dicho por el historiador Paul Johnson, parafraseando a su vez a Arthur A. Cohen, quien nos recuerda cómo afrontaron el holocausto nazi muchísimos judíos piadosos: “Millares de judíos piadosos entonaron su profesión de fe mientras se los empujaba hacia las cámaras de gas, porque creían que el castigo infligido a los judíos… era obra de Dios y constituía en sí mismo la prueba de que él los había elegido… Los sufrimientos de Auschwitz no eran meros sucesos. Eran sanciones morales. Eran parte de un plan. Confirmaban la gloria futura. Más aún, Dios no solo estaba irritado con los judíos. Estaba dolorido. Lloraba con ellos. Los acompañaba a las cámaras de gas, como los había acompañado al exilio”.

Los judíos piadosos que suscriben esta postura citan incluso Amós 3:2 para sustentarla: “«Sólo a ustedes los he escogido entre todas las familias de la tierra. Por tanto, les haré pagar todas sus perversidades”. De hecho, Johnson nos informa que a lo largo de la historia del judaísmo y a partir del exilio babilónico ha existido en él una fuerte corriente que ve siempre con sospecha el poder y el triunfalismo político, pues vislumbra en ello una amenaza contra la pureza y fidelidad del pueblo hacia Dios urdida por Satanás para fomentar sutilmente la relajación y el alejamiento de Dios entre su pueblo.

Pero tal vez quien sintetiza mejor todo lo anterior sea el ya citado Viktor Frankl, quien a raíz de su experiencia en los campos de concentración nazis llegó al convencimiento de que Al hombre se le puede arrebatar todo salvo… la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias– para decidir su propio camino.

En efecto, continua diciendo Frankl que “o bien se reconoce la libertad decisoria del hombre a favor o contra Dios… o toda religión es un espejismo”, para concluir finalmente afirmando que: “En los campos de concentración… aquel laboratorio vivo… observábamos y éramos testigos de que algunos de nuestros camaradas actuaban como cerdos mientras que otros se comportaban como santos. El hombre tiene dentro de sí ambas potencias; de sus decisiones y no de sus condiciones depende cuál de ellas se manifieste… hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios. Es por todo lo anterior y más que el holocausto nazi es una historia que no debemos olvidar.

Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - Lecciones del holocausto nazi