Camila y las tinieblas de la bolsa negra
Hoy la única bolsa negra que carga Camila es la de la basura, cuando hace limpieza de su propio negocio.
14 DE SEPTIEMBRE DE 2023 · 08:00
Era una bolsa de plástico. Negra, opaca. Apenas abultada. Coronada por un nudo apretado. Camila la recibió en sus manos, mientras pensaba en qué podría trabajar. Con 21 años tenía un diploma de carrera técnica en Administración de Turismo, así que en su mente estaba la posibilidad de ser recepcionista de un hotel, como en el que estaba viviendo. Mesera también era una alternativa. Ama de llaves, camarera, lo que fuera, con tal de ayudar a su esposo, quien le había dicho, angustiado, que su hermano tenía una enorme deuda con el banco y que necesitaba con urgencia un préstamo o iría a prisión.
Sentada en la orilla de la cama, le pidió a Dios ayuda, cuando en verdad debía pedirle por su vida.
Entonces, desató el nudo. Abrió la bolsa. Y en el fondo observó una falda roja tableada, tipo colegiala. Cortísima. Y debajo de ese pedazo de tela, otro más, un encaje liviano, suficiente para apenas ser una blusa traslúcida. “Te vas a trabajar hoy mismo. Te vas de puta”.
La noticia rompió su alma, sin imaginar que era el inicio de un propósito milagroso de parte del señor Jesús, que culminaría en una vida plena, llena de amor y bendiciones.
No te vayas, te invito a leer su testimonio.
Enganchan a Camila
El jet set del mundo --artistas, cantantes, políticos, estrellas de cine-- se rindió ante el sol y la arena de Guerrero, pero también lo hicieron lavadores de dólares, narcotraficantes, pedófilos y proxenetas. Los clientes que demandaban drogas y sexo con vista al mar se instalaban en Acapulco y los criminales rodeaban al puerto desde pueblos como Pie de la Cuesta, mezclados entre honestos trabajadores.
Allí nació Camila, en una de esas colonias donde el piso de tierra abrasa las plantas de los pies de sus habitantes. Hija de una madre violenta y un padre explosivo, se crio tan desprotegida que cuando su mejor amigo la violó, a los 16 años, supo que se había quedado sola en el mundo. Sus padres falsificaron sus documentos personales, la disfrazaron de mayor de edad y la forzaron a casarse con su abusador. Los golpes en la casa familiar la persiguieron hasta su nuevo hogar y no pararon ni cuando se convirtió en mamá.
Harta de los golpes, Camila decidió huir de Pie de la Cuesta. Probaría suerte en el puerto de Acapulco, donde era más fácil conseguir un empleo y empezar de nuevo. Y, por unos meses, el plan funcionó: estudiaba una carrera técnica y trabajaba como ayudante en un restaurante. Hasta que la suerte se desvió de su camino y la llevó a la Costera Miguel Alemán, donde conoció a Armando, quien se presentó como un turista extraviado que buscaba conocer La Quebrada.
La amabilidad, buen humor e inteligencia que él mostraba atrajeron de inmediato a Camila, quien le dio su número de celular cuando se despidieron. A los ocho meses, apareció la propuesta de boda. A los nueve, Armando viajó con sus hermanos a Pie de la Cuesta para formalizar la petición de mano ante la familia de Camila.
Un mes después, ambos se mudaron a Puebla para vivir cerca de la casa de la familia de Armando.
Un día llegó a casa con el rostro desencajado. Tenía un gesto de exagerada seriedad. Pidió perdón por su tétrico humor, pero su hermano, contó, había recibido un ultimátum: o pagaba sus deudas con las tarjetas de crédito o enfrentaría un largo juicio que lo llevaría hasta una celda.
“Tienes que ayudarme, yo te di una vida de reina y ahora te necesito”, suplicó Armando. Y ella, agradecida, se ofreció a hacer todo lo que él pidiera. Todo.
Fue entonces cuando Armando aventó una bolsa negra de plástico.
“Te vas a trabajar hoy mismo. Te vas de puta”, le soltó, serio, con gesto de enterrador.
Camila sintió una punzada. Quiso aventarle la ropa, gritar y golpearlo. Pero su cuerpo reaccionó corriendo. Abrió la puerta del hotel, bajó las escaleras a zancadas y se aventó a la calle, entre los autos, para escapar de su esposo. Él, un experto enganchador de mujeres, le dio alcance unos metros más adelante y la arrastró hasta un cuarto dentro de una vecindad.
En ese momento pensó que su vida había acabado y que ya no tenía ni futuro ni propósito, sin imaginar siquiera que Dios tenía otros planes para ella al final del camino.
El cautiverio
En el cuarto de castigo sólo había un colchón, una cocineta con una hornilla y una bacinica para que Camila hiciera del baño. Nada más. La dieta era estricta: se comía sólo dos veces al día, por la mañana y por la noche, siempre lo mismo, un vaso de jugo y un tlacoyo pequeño.
La dieta sólo variaba cuando entraba Armando acompañado de otros hombres. Entonces, entre varios, apretaban la boca tan fuerte a Camila que sus labios formaban un embudo por el cual la obligaban a beber litros y litros de cerveza. Cuando despertaba, aún mareada por el alcohol, se descubría sola en la habitación, rodeada de botellas rotas, semidesnuda y con ardor en los genitales.
A veces, la rutina era interrumpida por largas sesiones de películas pornográficas que Armando le obligaba a ver y a actuar para “entrenarla”. O por furiosas apariciones de él, sumergido en alcohol, tirando puñetazos que le abollaban la nariz, las costillas y los pechos. Pero, sobre todo, el espíritu.
Cada día dentro de ese cuarto Camila podía sentir que se desvanecía. Que dejaba de ser ella. No eran sus huesos los que se quebraban, sino su entereza emocional. Si no salía de ahí, moriría lentamente. Así que una noche, mientras Armando abría la puerta, ella eligió sobrevivir.
“Está bien, haré lo que digas”, masculló ella, agotada, rendida por el tormento. “Ponte esto, empiezas mañana”.
Hay dos formas en las que Camila recuerda cuánto tiempo le tomó a Armando quebrar su determinación: una de ellas es contar los meses, tres, encerrada. Otra es contar las tallas de su pantalón: había entrado a esa mazmorra siendo una robusta talla 34 y la abandonaba en una escuálida 28.
Toma un instante e imagina que es pasar 90 días en un lugar de terror. “Ahora, entiendo que a pesar de sufrimiento y de pensar que estaba sola, Dios siempre estuvo ahí, conmigo. Me dio las fuerzas para seguir con vida y me dio, la esperanza de una nueva vida” recuerda Camila.
La huida, un nuevo comienzo
El lugar de “trabajo” de Camila era un hotel en el Centro Histórico de Puebla, cerca de la calle 14. Cuando entró y caminó por el lobby, con un barroco maquillaje, lo primero que notó fue que al fondo se juntaban decenas de hombres que examinaban a las mujeres como quien elige un trozo de carne.
“Yo no estaré aquí mucho tiempo, me voy a escapar”, le confió a aquella mujer joven que le habían asignado como maestra. Pero en lugar de palabras de aliento, la veterana le devolvió una mirada lastimosa. “Mi niña… yo decía lo mismo y mírame… llevo cinco años atrapada en este lugar”.
Las relaciones sexuales eran tan violentas y frecuentes que Camila recuerda que a la hora de orinar era como si expulsara arena caliente. Lo seco que tenía los genitales contrastaba con sus ojos siempre húmedos, listos para llorar. Nunca logró llevar la cuenta de las relaciones sexuales a las que fue obligada, pero una se sentía como mil violaciones.
El otoño de 2006 en el que Camila llegó a ese hotel se alargó hasta el invierno. Llegó Navidad, Año Nuevo y el Día de Reyes. Cada día era más extenuante que el anterior. Enero también se agotó y llegó febrero. El Día del Amor y la Amistad, recuerda Camila, fue un día especial: habrá sido la fecha o el agotamiento mental y físico, pero ese día ella se negó a ir al hotel. “¡Es San Valentín y yo no quiero pasarlo allá!”, gritó a Armando, quien furioso, la castigó como solía hacerlo: encerrándola en un cuarto sin comida ni agua.
Al cabo de unas horas, Armando volvió borracho y violento. Entró a la habitación y le tiró un puñetazo que le quebró la nariz. El odio que sentía por él había alertado los sentidos de Camila y él, en cambio, era una figura embrutecida por la cerveza. Apenas tuvo oportunidad, ella tomó la botella, la estrelló contra el piso y el envase se transformó en un arma blanca.
“¡Te odio, te odio! ¡Déjame ir o te clavo esto y te mato!”, vociferaba ella, sorprendida con la fuerza de su propia voz. El espíritu roto había emergido como pedacería de valentía y supervivencia. Camila logró colocarse cerca de la puerta y abrir. A punto de cerrarla por fuera, Armando hizo un súbito movimiento y atenazó la puerta para impedir el azote. Pero ya nada impediría que huyera: ella embistió y machucó con fuerza los dedos de Armando. Para asegurarse que tuviera los huesos rotos, los machucó una segunda vez, escuchó un crujido y corrió a la calle.
Camila aprovechó que Armando se retorcía de dolor en el piso para esconderse en un callejón y esperar a que amaneciera. Apenas salió el sol, tomó un taxi y se dirigió a la Central de Autobuses de Puebla. Sólo paró para empeñar unas joyas que había escondido en sus zapatos y con ese dinero pagó al taxista, compró comida caliente y pidió un boleto de autobús que la sacara de ese infierno disfrazado de paradisíaco puerto.
Como no podía volver a Guerrero con su familia, eligió el lugar en el mapa que más se le hizo conocido: Ciudad de México.
No sabía lo que le esperaba en la capital del país, pero como leíste, mi espíritu de sobrevivencia se activo y estaba dispuesta todo para salir de ese infierno. No entendía que era Dios obrando en mí, para iniciar su proceso de sanación física e espiritual en todo mi ser.
Camino a Casa
Sin un aval para rentar un departamento en la capital, Camila se volvió a instalar en un hotel. Uno en un barrio popular, céntrico y barato, enclavado en la ahora alcaldía, antes delegación, Venustiano Carranza. Ahí le dijeron que encontraría trabajo, sin importar que no tuviera documentos personales ni domicilio fijo. Cuando se mudó, confirmó su temor: de nuevo, el único “empleo” disponible era intercambiar dinero por relaciones sexuales forzadas. En La Merced.
El espíritu de la chica de Guerrero estaba roto. El dinero del empeño de sus joyas se esfumaba y todo parecía devolverla a la prostitución. Agotada, se resignó a volver a usar prendas cortas, ubicarse en la calle y esperar a que llegaran los clientes. Era eso o no comer más. Un tormentoso déjà vu con una pequeña diferencia que no le mejoraba el ánimo: esta vez, el dinero sería para ella, ya no para su tratante.
Tres días después de su llegada a La Merced, otras chicas del barrio la invitaron a un evento. El gobierno de la demarcación, de la mano de fundaciones que luchan contra la explotación sexual y la violencia de género en el barrio (entre ellas Camino a Casa) rifarían distintos electrodomésticos para apoyar a las mujeres.
En realidad, el sorteo era un pretexto nuestro para establecer confianza y ubicar a potenciales víctimas. Desde lejos, parecía un acto que algunos llamarían populismo, pero, desde adentro, era la única forma que teníamos de infiltrarnos en el barrio y rescatar a sus prisioneras. Un héroe me ayudó a sentarme entre chicas en situación de prostitución, el primer periodista valiente que conocimos: Raúl Flores.
La estrategia funcionó: Camila ganó un horno de microondas, con el boleto que yo le di. La súbita felicidad se le esfumó cuando recordó que no tenía casa donde instalar su nuevo aparato…
Cuando dijo que vivía en un hotel, un hotel conocido por ser utilizado por tratantes, fue como si abriera el cajón de los secretos. Una vez abierto, era imposible cerrarlo. Reveló que no le gustaba su habitación, porque le recordaba a aquellos días que pasaba encerrada por no ceder ante los deseos de su captor. E hizo lo más importante: no se calló. Rompió el silencio al que la había acostumbrado Armando y soltó un “ya no quiero estar aquí”.
Ella no lo sabía, pero aquella mañana dio el primer paso para transformarse de víctima a mujer empoderada. Así, Camila se convirtió en la primera chica rescatada de Fundación Camino a Casa y como no había tiempo que perder, ese mismo día, ella abandonó el hotel y fue ubicada en lo más cercano a un hogar, donde pudo conectar el microondas que había ganado el día que se atrevió a renunciar a ese falso destino que parecía inevitable.
Los pasos de Camila rumbo a su recuperación han servido como guía para que la fundación diseñara un modelo de rescate para decenas de víctimas atendidas en los últimos 16 años.
Camila no sólo obtuvo un hogar distinto a un cuarto de hotel, sino que también tuvo apoyo psicológico, jurídico y económico; el acompañamiento que le hacía falta para enderezar ese espíritu quebrado. Gracias al éxito que ha tenido ese protocolo, muchas otras víctimas han vuelto a una vida sin violencia con ella como ejemplo de supervivencia.
En ocasiones, Camila se pregunta: ¿qué habría pasado en mi vida, si no hubiera asistido a esa rifa? ¿en dónde estaría hoy? Sin embargo, es aquí, cuando se ve la manifestación de Dios en la vida de los seres humanos.
“El señor Jesús, puso en mi camino y en momento exacto las personas indicadas, a quienes yo llamaría “ángeles”, para cumplir su propósito en mi vida. Dios permitió que ganara en una rifa de un horno de microondas, porque sabía que ese simple hecho, iba convertirse en mi boleto a la libertad. Rompí mi silencio y permití que de mi corazón saliera todo lo malo, para empezar a sanarlo al igual que mi alma. Eso sólo lo hace el señor Jesús” expresa Camila.
El propósito cumplido
Actualmente, Camila vive con sus dos hijas y con un hombre que la ama y es, contra todo pronóstico, una exitosa microempresaria. Con ayuda de la Fundación Camino a Casa y de sus propias habilidades, se capacitó, estudió modelos de negocios y abrió un salón de belleza que tiene ya 14 años de funcionamiento con finanzas sanas. Y no se detiene ahí: otro sueño ya es realidad ver a sus hijas triunfar escolarmente.
Su alma se volvió resiliente. La piel se hizo más dura, pero no su corazón. Y la nariz quebrada es sólo una curvatura vieja que le da personalidad a su rostro. Aún conserva cicatrices de ese pasado sobre el que está construyendo su futuro.
Hoy, la única bolsa de plástico, negra, opaca, apenas abultada y coronada por un nudo que carga Camila es la de la basura cuando hace limpieza de su propio negocio, el mayor símbolo de su recuperación.
Su testimonio es fuerte, duro y tal vez te preguntes, por qué Dios no la rescató antes de las tinieblas. La respuesta, la encuentra Camila en su presente y su futuro. “El señor Jesús, me enseñó andar en medio del valle de muerte, y me dio las fuerzas para escapar. Él en su infinito amor, me mostró todos los aspectos de la maldad y que el enemigo usa para dañar al ser humano; pero sobre todo, aprendí de esto, para enseñar a otras mujeres víctimas de trata y decirles, que en medio de tanto dolor, con Jesús, hay una hoja en blanco para escribir una nueva historia”.
Hoy te retamos Camila y yo a ser parte de la solución sigue el #RetoHojaEnBlanco
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Hoja en blanco - Camila y las tinieblas de la bolsa negra