‘Soy Satanás’: ‘Los Leones’ y Jesús

Caridad y sus hijos eran duros como y afilados como piedras. El maltrato, los golpes, la vida en los burdeles y los clientes abusadores los habían hecho así.

14 DE FEBRERO DE 2024 · 08:00

Cartel de la serie 'Los hijos de la anarquía',calavera tatuada, santa muerte
Cartel de la serie 'Los hijos de la anarquía'

La realidad puede ser más dura que cualquier ficción, y la historia de Caridad León y su familia te hará entender por qué. Su relato se narra desde una casa vacía, alejada de Dios y su amor, en la Ciudad de México donde ella y su familia enfrentaron circunstancias inimaginables. En tales casas vacías, la desesperanza y desolación a menudo encuentran un refugio y, en el caso de Caridad, estos sentimientos se materializaron en una serie interminable de experiencias traumáticas. Pero, ¿qué sucede cuando alguien rescata a una familia de ese vacío y la guía por el camino del Señor Jesús? Prepárate para descubrirlo en esta fascinante historia de dolor, redención y amor divino, y ver cómo la fe puede inyectar vida en la desolación más profunda. 

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Los Leones y su encuentro con Jesús

Una casa vacía puede significar muchas cosas. Para el personaje ficticio del detective Sherlock Holmes, una casa desocupada era siempre un lugar sospechoso de terribles crímenes; para el escritor chileno Carlos Cerda, una habitación ramplona revelaba dolor y culpa y el cantautor argentino Charly García le dedicó versos que dicen hay amor, hay dolor, todavía hoy, hoy, vivo en una casa, vivo en una casa, vivo en una casa vacía”.

Para artistas, poetas y creadores, una casa vacía casi siempre evoca al dolor, una herida abierta, la señal de que un desastre golpeó con fuerza y evacuó los cariños. 

La historia de Caridad León es una infancia en la Ciudad de México que no le daba ninguna oportunidad de una vida con propósito, pero al final el señor Jesús se hizo presente para cambiar su llanto en gozo y su vida en una nueva historia para ella y toda su familia.

Caridad vivía en una habitación precaria, oscura, que no conseguía hacerse acogedora ni porque se estrujara en unos pocos metros cuadrados en la colonia Obrera, en el centro de la Ciudad de México. Caridad buscaba ahí a su madre, pero no la encontraba; también a su padre, pero seguramente estaba en el trabajo, como capitán de meseros en Acapulco o en Cancún. La casa estaba vacía casi todo el día, aunque ella no hubiera comido y tampoco sus ocho hermanos.

A la casa de la familia León le faltaron caricias y le sobraron golpes. Desde los 5 años, a Caridad la aporrearon con tanta fuerza que parecía que no sólo le querían romper los huesos, sino el alma. Ella se recuerda a sí misma caminando las esquinas de su habitación, sobándose los golpes, tratando de entender cómo es que una madre puede convertir un hogar en una celda de castigo con tan poca misericordia. No había esperanza, no había amor, no estaba Dios en la casa vacía.

La vivienda de Caridad también fue una mazmorra. Pasaba días y días encerrada, viendo los días soleados pasar frente a su ventana. Soñando que ella es la niña que ve cruzar la banqueta y que juega con otras niñas. Fantaseó, por años, en el borde de la ventana, con una infancia que otras sí tenían: juegos, risas, dulces, ropa linda. Un día, un anciano vecino le habló a través de la ventana. Le mostró un pan dulce para animarla a salir. Caridad no confió en él, pero el hambre y las ganas de salir de esa casa vacía la empujaron a cruzar la calle y a entrar a la casa del viejo que, recuerda como si fuera ayer, olía a naftalina. Él la sentó sobre sus piernas. Apenas la tuvo cerca, la tocó de manera inapropiada y la lastimó. Ella no entendió ni pudo defenderse. Si le dices a tu mamá, no te va a creer, le digo que tú fuiste y ya verás cómo te va”, le dijo antes de sacarla de la casa.

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Caridad tuvo su período, por primera vez, a los 11 años. En su mente, la mayoría de las madres se alegraban el día en que a sus hijas les llega la menstruación. Creía que ese sangrado indicaba que se había vuelto mujer y esperaba con ilusión que su mamá le explicara, con calma y cariño, los cambios corporales que estaría por experimentar.

En lugar de eso, le cayó una cascada de golpes. Su mamá la tomó del cabello, golpeó su cabeza contra el suelo y le gritó con la misma furia con la que alguien trataría a un ladrón que lastimó a la familia. “¿Qué hiciste?”, vociferó mientras le aplastaba la nariz con la suela de los tenis. Volaron puñetazos y patadas hasta que mamá perdió el aliento. La niña sintió ardor en todo el cuerpo: le salió sangre de la nariz, de los oídos, de la boca. Lloró. Tembló de miedo. “¿Qué hice mal?”, se preguntó.

Es tu hija, mira cómo la has dejado…”, reclamó el papá de Caridad cuando le vio la cara deforme, pero la mamá vociferó con más fuerza.

La casa vacía sin Dios y sin amor significa desesperanza. No hay cobijo ni consuelo en medio de la adversidad. No hay compasión, la vista se nubla y los padres abusan de los hijos como en la historia de Caridad, quien sólo soportó un tiempo así. Quería sentirse tranquila, en paz, libre de los golpes. Así que empezó a planear cómo buscar en la frialdad de la calle el calor que la casa vacía nunca le iba a dar.

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A veces, la casa vacía se llenaba. Y era peor. Cualquier cambio en la cotidianidad de ese lugar parecía estar destinado al mal. Y contra Caridad. Cuando se abría y cerraba la puerta, y adentro se escuchaba un coro de risotadas de hombres, la niña temblaba. Horas más tarde, Caridad estaría en el piso, forzada a comer su propio vómito como castigo por luchar contra sus hermanos, vecinos y amigos de los hermanos que la obligaban a hacerle sexo oral a cada hombre de la casa. 

Sus abusadores decían lo mismo que el vecino que abusó de ella: Si le dices a tu mamá, no te va a creer”. Caridad nunca supo si esos hombres sabían, o adivinaban, que cuando su mamá tejía en silencio, sólo hablaba para insultarla: estás loca, tarada, nunca vas a ser nadie”. Las palabras se instalaron en cada rincón de la mente de Caridad y cerraron ventanas a nuevos aprendizajes. Empezó a fallar en la escuela, a reprobar materias y a creerse ese cuento horrible de que era, en efecto, tonta.

La Biblia enseña en Proverbios 18:21 La muerte y la vida están en poder de la lengua, Y el que la ama comerá de sus frutos.” y mientras la madre de Caridad la ofendía y le decía que era una era nadie, la niña lo creyó en su mente y corazón; sin embargo, tenemos claro que el Jesucristo vino a romper esas maldiciones.

En sexto de primaria, su mamá le advirtió que, si reprobaba de nuevo, la mataría. Mejor muerta que mala estudiante, le dijo. Y Caridad reprobó. Antes que su mamá llegara a casa, la niña se expulsó del hogar. Tomó sus cosas y se fue a la calle. Prefirió ser niña en situación de calle, que niña en situación de ataúd. Y la casa se vació un poco más. 

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A dos calles de la casa de sus padres, había una terminal de camiones. Caridad caminó hasta allí y tomó el primero hasta otra terminal. Descendió del camión y abordó otro. Así pasó toda la tarde, de camión en camión, de terminal en terminal. 

El cielo se oscureció. El camión llegó a la primera terminal donde Caridad comenzó sus viajes, como un círculo vicioso. Un hombre se acercó y le dijo que había llegado la hora de bajarse. Ella contestó que no tenía a dónde ir, que se quedó huérfana. Él la llevó a un hotel en la misma calle de la base de los camiones. Le pagó un cuarto, justo a dos calles de su antigua casa. Al anochecer, tuvieron relaciones sexuales.

Él, Mario, era un hombre de 27 años y ella era apenas una niña de 12. Cuando despertó, él ya se había ido. Caridad buscó a Mario como una persona busca a un salvavidas a punto de ahogarse. Lo hizo en las bases de camiones, en los comedores cercanos, en las calles que rodean la colonia, pero no lo encontró.

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Caridad durmió en la calle por un año. Sobrevivía con un instinto casi salvaje, incomprensible para una niña de 12 años que haya nacido con una casa llena, cálida y solidaria. La niña dormitaba afuera de cualquier negocio con techo, un banco, un restaurante. En ocasiones, entraba a los camiones en la terminal y ahí dormía. Para ella, eso era un paraíso. 

La comida era otra desventura. Los hombres buenos le ofrecían un caldo o pan a cambio de nada; los malos, le daban comida con la condición de que se bañara con ellos. Los peores le ofrecían migajas o refrescos a cambio de golpearla en el baño de una habitación vacía. Les excitaba hacer sufrir a una niña. Pero a Caridad poco le importaba tolerar esos golpes. Dolieron más los de su mamá. 

Durante ese año, algunas veces se encontró a su madre. Algunas veces, la llevó por un café o a cenar. Ya no era la misma mujer, se comportaba muy seca, pero, al menos, ya no la golpeaba. Eso animó a Caridad a volver a casa. Un día, en completo silencio, caminó junto a su madre y volvió voluntariamente a la casa vacía. Creyó que regresar a esa habitación le valdría un beso. Pero ese gesto de amor nunca llegó.

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Meses después, Caridad salió de la casa vacía. Mario la había buscado y, extrañamente, le había ofrecido presentarla a su familia. Ella mintió y dijo que tenía 18, cuando en realidad tenía 13 recién cumplidos. Pero una vida de maltrato y la dureza de la calle la hacían ver más vieja de lo que era, así que el padre de Mario y su madrastra dieron el visto bueno para que ella se fuera a vivir con ellos a una vecindad que estaba a dos calles de la casa vacía. Caridad sintió algo extraño, un cosquilleo difícil de explicar para ella: entró a su nuevo hogar y vio una cama, una estufita, dos platos, dos tazas y ropa. Lo que sintió fue felicidad.

Pero duró poco. Al día siguiente, Mario la encerró y se fue a trabajar. Le dijo que lo hacía para que no le pasara nada. Así pasaron seis meses. No salía ni a la calle. Como no sabía cocinar, Caridad, desde la ventana, encargaba a los niños de la vecindad que le compraran golosinas en la tiendita. La nueva casa se hizo mazmorra. Igual de vacía e igual de silenciosa que la casa de la infancia. 

Un día, Caridad intentó prepararse algo. La niña de 13 años causó un cortocircuito en la parrilla de la cocineta. El cuartito comenzó a incendiarse y el fuego amenazó con extenderse por toda la vecindad. Encerrada, incapaz de abrir la puerta, tuvo una reacción de niña: se escondió debajo de la cama. Los vecinos corrieron a ayudarla. Rompieron el candado y la cadena. Lograron salvarla y apagar el fuego. Sólo así, Mario entendió el peligro de dejarla bajo llave. La vida de Caridad parecía que siempre tenía que rozar la muerte para sobrevivir.

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Un día, Caridad abrió los ojos y ya tenía 17 años. Se le había acabado la adolescencia y ese vientre prominente le recordaba que estaba muy cerca de tener a su primer hijo, Mauricio. Habrá sido el embarazo, la proximidad de volverse madre, lo que la impulsó a rogarle a Mario que la dejara buscar a su madre después de años de no estar en contacto.

Caridad empezó a buscar el camino hacia su nueva familia. Preguntando a sus viejos vecinos, supo que ya vivían en Ciudad Nezahualcóyotl, en el Estado de México. Llegó hasta allá y encontró una casa semivacía. Sus hermanos le dijeron que su mamá no estaba: había ido a Chiapas, a buscar el cuerpo del hermano mayor, asesinado.

Mario pronto emergió como un hombre perezoso, un lento despachador de una línea de camiones y luego vendedor en un puesto de revistas usadas. Ganaba tan poco dinero que Caridad a veces vendió su sangre para comer. Lo que a él le faltaba en vitalidad, lo compensaba en coquetería: Mario y otra de las hermanas de Caridad tenían relaciones sexuales. Pero ella nunca reclamó ni se separó de Mario. A ella le bastaba con que no la golpeara tanto como su madre. Y lo perdonó tanto que a los 19 años tuvo a su segundo hijo: Eduardo.

Caridad vio una salida en el alcohol. La autoestima magullada, la seguridad de sentirse fea y tonta, el dolor de los golpes de la infancia, todo se ahogaba con una botella de tequila. Ebria, Caridad se creía divertida, amorosa y guapa. El alcohol la ayudó a salir de la relación con Mario, pero la introdujo a un noviazgo con Ernesto, tan violento como su mamá. Así, Caridad tuvo a su tercera hija y esperó a la cuarta. Ella vivía por inercia.

La vida sin Cristo en nuestro corazón, nos hace creer que el alcohol es la mejor salida a nuestros problemas, pero, lo que hace el licor es sumergirnos a este vicio del cual difícilmente el ser humano puede salir.

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Después de una fiesta, borracho y drogado, Caridad se dio cuenta que Mario estaba tocando a su primer hijo. Le quitó al niño e, instintivamente, le dio una cachetada. Él respondió con un golpe que la aventó varios metros, que le fracturó la nariz y que aprovechó para llevarse al bebé. Para recuperar a su hijo, Caridad le rogó perdón y prometió que no volvería a hacerle un reclamo así. A la mañana siguiente, ella huyó con su nariz chueca, los ojos morados y una bola en el paladar. 

Cuando tuvo a su cuarta hija, los padres de Caridad le negaron la posibilidad de vivir con ellos. Vivió en la calle, de nuevo, ahora como mamá soltera de cuatro. Mauricio y Eduardo, sus hijos pequeños, pedían dinero en el Metro para que comiera la familia. Si no llegaban con dinero, Caridad los golpeaba. Se había convertido en una mujer dura y cruel, una copia calca de su madre, excepto que más demacrada para su edad. Y en lugar de casa vacía en la colonia Obrera, la nueva casa estaba en un basurero en Ciudad Neza.

Un día, Caridad abrió los ojos y su hija ya tenía 14 años. La llevó al bar donde ella trabajaba y la presentó como su sucesora: segura de que las mujeres como ella sólo tienen su cuerpo como herramienta de supervivencia, empujó a su propia hija a la prostitución.

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Caridad y sus hijos eran duros como madera y afilados como piedras. El maltrato, los golpes, la vida en los cuartos de burdeles y de mañanas con resacas con clientes abusadores los habían hecho así. Tanto que ya eran considerados una pandilla. Los Leones”, les llamaban. Soy Satanás. Donde me la pinten, se las borro”, repetía Caridad una y otra vez. Su supervivencia radicaba en su fama de malandros. Ella se hinchaba el pecho con orgullo cuando escuchaba, a su paso, su temible leyenda: Con La Caridad no te metas, porque esa no le tiene miedo a nadie”, repetían en los callejones. Su reputación era acompañada por la de su hijo, Mauricio, quien se hizo famoso en el barrio por tatuarse una enorme Santa Muerte en la espalda, a palo seco, sólo con tequila y cocaína.

Su red de explotación sexual familiar no duró lo que Caridad creyó. Un día, una denuncia anónima surtió efecto, activó a la policía en forma de un operativo y detuvieron a todos. Al día siguiente, la familia apareció en la primera plana del periódico El Universal. Arriba de la foto de ella, sus dos hijos e hija decía: La Leona y sus cachorros”.

La Santa Muerte que Mario se tatuó no resultó milagrosa: cada uno fue sentenciado a 18 años de prisión por corrupción de menores, lenocinio, asociación delictiva, privación ilegal de la libertad y violación. Caridad pasó su primer año en el Reclusorio Femenil Oriente. Luego, 11 años en el Reclusorio Preventivo Femenil Tepepan. Gracias a que consiguió trabajo limpiando la prisión, tuvo el beneficio de la visita interreclusorios cada ocho días. Así fue que se mantuvo en contacto con sus hijos y con una maestra que descubrió su potencial para escribir y la empoderó. La niña que se creía tonta e inútil terminó siendo una prolífica escritora que redactaba obras de teatro que otras reclusas actuaban.

La redención de Caridad llegó gracias a la escritura. La de Mauricio y Eduardo les llegó por la lectura de la Biblia. Su Dios no me va a cambiar”, decía ella a sus hijos, desconfiada de la religión. Ellos le contestaron en alguna de sus visitas en la cárcel con esas frases que repiten los más creyentes: Parte tu Cristo a la mitad y dile que se levante, si es Dios, se va a levantar”. Las palabras no tuvieron eco al instante en Caridad, pero un día llegó a su celda en Tepepan y encontró un Cristo partido. Se puso a orar y sintió en el cuerpo una paz inmensa, ganas de correr, saltar y gritar.

Caridad pronto se bautizó y la siguieron sus hijos. Sus oraciones no buscaron una rápida excarcelación, sino la libertad hasta que el proceso de sanación hubiera terminado. Y se cumplió: Caridad fue puesta en libertad el 12 de diciembre de 2014. Meses después, deseosa de corregir el rumbo de su vida y de impedir que niñas como ella terminaran en barrio de explotación sexual, consiguió trabajo en una organización de Sociedad Civil que la apoya. 

Ahí empieza la vida con propósito que Jesucristo tenía para Caridad y sus hijos, a quienes les apodaban Los Leones”. Actualmente caminan bajo la voluntad y los principios del Dios que los sacó de las tinieblas a su luz admirable.

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Una casa vacía puede significar muchas cosas. Una casa llena también. Llena de cariño y solidaridad, se vuelve un hogar, un espacio compartido, una burbuja donde estar a salvo, una patria nueva para un refugiado. 

Si es cierto lo que decían los griegos, que el nombre marca el destino, llamarse Caridad sirvió mucho a esa niña que temblaba y que luchó hasta ser adulta para conquistar la vida que quería y merecía. 

Hoy ella, y sus hijos, tienen casa cálida y amorosa. Sólo eso: una casa. Llena de sueños.

Ahora la casa no está vacía, sino llena de amor y esperanza, de sueños y anhelos que la familia León experimenta día con día por que su hogar lo cubre el manto protector que se llama Jesús de Nazaret, quien vive ahí y nunca permitirá que el enemigo pretenda hacerles daño. 

La presencia de Jesús en la vida de la familia León ha transformado la oscuridad de su pasado en un luminoso presente lleno de amor y esperanza. Esta casa, que una vez estuvo rodeada de dolor y vacío, ahora es un remanso de paz y prosperidad gracias a la gracia y misericordia de Jesús. 

Absorben la alegría de la vida cotidiana, cada pedacito de la bendición que ahora baña su hogar. El simple hecho de despertar sin miedo, de poder sonreír a cada nuevo amanecer, es un tesoro invaluable. El manto protector de Jesús, su amor incondicional, su poder para sanar las heridas más profundas, ha guiado a la familia León hacia un futuro que nunca creyeron posible. 

No es que los desafíos hayan desaparecido completamente. Pero ahora, en lugar de ser aplastados por ellos, la familia León se enfrenta a estos obstáculos con fe y fuerza, sabiendo que no están solos. Con Jesús a su lado, han descubierto que cada prueba es una oportunidad para crecer, para demostrar la fortaleza de su fe. 

El amor y la esperanza no son únicamente palabras, ahora son la esencia misma de su hogar. Cada rincón de la casa palpita con la vida y la alegría que Jesús ha traído a sus vidas. Ya no es una casa vacía, sino una casa llena: llena de risas, de historias compartidas, de fe y de amor. 

La transformación que ha experimentado la familia León es un testimonio del poder de Jesús para restaurar, redimir y llenar de amor incluso los espacios más vacíos y solitarios. Ahora su hogar es un lugar seguro, un santuario lleno de vida y esperanza. Una casa en la que Jesús habita y donde el miedo y el desespero ya no tienen cabida.

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Los nombres han sido cambiados para proteger a la familia, pero cada uno de los datos de esta narrativa son ciertos, es una historia real.

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