Cuatro grandes poemas sobre la cruz

Miguel de Unamuno, Antonio Machado, García Tassara y la poesía mística española.

    17 DE ABRIL DE 2022 · 08:00

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    cgrape, Pixabay

    Sobre el sacrificio de Jesús se han escrito versos excelsos. Aquí tienes cuatro poemas de una recopilación de poemas que han sobresalido en mi corazón, como parte de mi búsqueda de belleza y sentido en la vida. De la pluma de Miguel de Unamuno, Antonio Machado, García Tassara y la poesía mística española nos llega esta lírica que me parece una lectura oportuna para este tiempo denominado de Semana Santa.

     

    1. Poesía mística (autoría desconocida): No me mueve

     

    No me mueve, mi Dios, para quererte

    el cielo que me tienes prometido,

    ni me mueve el infierno tan temido

    para dejar por eso de ofenderte.

     

    Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

    clavado en una cruz y escarnecido,

    muéveme ver tu cuerpo tan herido,

    muévenme tus afrentas y tu muerte.

     

    Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

    que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

    y aunque no hubiera infierno, te temiera.

     

    No me tienes que dar porque te quiera,

    pues aunque lo que espero no esperara,

    lo mismo que te quiero te quisiera.

     

    2. Gabriel García Tassara: Himno al Mesías

     

    Baja otra vez al mundo,

    ¡Baja otra vez, Mesías!

    De nuevo son los días

    de tu alta vocación;

    y en su dolor profundo

    la humanidad entera

    el nuevo oriente espera

    de un sol de redención.

     

    Corrieron veinte edades

    desde el supremo día

    que en esa cruz te vía

    morir Jerusalén;

    y nuevas tempestades

    surgieron y bramaron,

    de aquellas que asolaron

    el primitivo Edén.

     

    De aquellas que le ocultan

    al hombre su camino

    con ciego torbellino

    de culpa y expiación;

    de aquellas que sepultan

    en hondos cautiverios

    cadáveres de imperios

    que fueron y no son.

     

    Sereno está en la esfera

    el sol del firmamento;

    la tierra en su cimiento

    inconmovible está:

    la blanca primavera

    con su gentil abrazo

    fecunda el gran regazo

    que flor y fruto da.

     

    Mas ¡ay! que de las almas

    el sol yace eclipsado:

    mas ¡ay! que ha vacilado

    el polo de la fe;

    mas ¡ay! que ya tus palmas

    se vuelven al desierto,

    no crecen, no, en el huerto

    del que tu pueblo fue.

     

    Tiniebla es ya la Europa:

    ella agotó la ciencia,

    maldijo su creencia,

    se apacentó con hiel;

    y rota ya la copa

    en que su fe bebía,

    se alzaba y te decía:

    «¡Señor! yo soy Luzbel.»

     

    Mas ¡ay! que contra el cielo

    no tiene el hombre rayo,

    y en súbito desmayo

    cayó de ayer a hoy;

    "y en son de desconsuelo,

    y en llanto de impotencia,

    hoy clama en tu presencia:

    «Señor, tu pueblo soy.»

     

    No es, no, la Roma atea,

    que entre aras derrocadas

    despide a carcajadas

    los dioses que se van;

    es la que, humilde rea,

    baja a las catacumbas,

    y palpa entre las tumbas

    los tiempos que vendrán.

     

    Todo, Señor, diciendo

    está los grandes días

    de luto y agonías,

    de muerte y orfandad;

    que, del pecado horrendo

    envuelta en el sudario,

    pasa por un Calvario

    la ciega humanidad.

     

    Baja ¡oh, Señor! no en vano

    siglos y siglos vuelan;

    los siglos nos revelan

    con misteriosa luz

    el infinito arcano

    y la virtud que encierra,

    Trono de cielo y tierra

    tu sacrosanta cruz.

     

    Toda la historia humana

    ¡Señor! está en tu nombre;

    Tú fuiste Dios del hombre,

    Dios de la humanidad.

    Tu sangre soberana

    es su Calvario eterno;

    tu triunfo del infierno

    es su inmortalidad.

     

    ¿Quién dijo, Dios clemente,

    que tú no volverías,

    Y a horribles gemonías,

    y a eterna perdición,

    condena a esta doliente

    raza del ser humano

    que espera de tu mano

    su nueva salvación.

     

    Sí, tú vendrás. Vencidos

    serán con nuevo ejemplo

    los que del santo templo

    apartan a tu grey.

    Vendrás y confundidos

    caerán con los ateos

    los nuevos fariseos

    de la caduca ley.

     

    ¿Quién sabe si ahora mismo

    entre alaridos tantos

    de tus profetas santos

    la voz no suena ya?

    Ven, saca del abismo

    a un pueblo moribundo;

    Luzbel ha vuelto al mundo

    Y Dios ¿no volverá?

     

    ¡Señor! En tus juicios

    la comprensión se abisma;

    mas es siempre la misma

    del Gólgota la voz.

    Fatídicos auspicios

    resonarán en vano;

    no es el destino humano

    la humanidad sin Dios.

     

    Ya pasarán los siglos

    de la tremenda prueba;

    ¡Ya nacerás, luz nueva

    de la futura edad!

    Ya huiréis ¡negros vestigios

    de los antiguos días!

    Ya volverás ¡Mesías!

    En gloria y majestad.

     

    3. Antonio Machado: La Saeta

     

    ¡Oh, la saeta, el cantar

    al Cristo de los gitanos,

    siempre con sangre en las manos,

    siempre por desenclavar!

    ¡Cantar del pueblo andaluz,

    que todas las primaveras

    anda pidiendo escaleras

    para subir a la cruz!

    ¡Cantar de la tierra mía,

    que echa flores

    al Jesús de la agonía,

    y es la fe de mis mayores!

    ¡Oh, no eres tú mi cantar!

    ¡No puedo cantar, ni quiero

    a ese Jesús del madero,

    sino al que anduvo en el mar!

    Joan Manuel Serrat lo cantaba así: La Saeta

     

    4. Miguel de Unamuno: El Cristo de Velázquez
     

    ¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?

    ¿Por qué ese velo de cerrada noche

    de tu abundosa cabellera negra

    de nazareno cae sobre tu frente?

     

    Miras dentro de Ti, donde está el reino

    de Dios; dentro de Ti, donde alborea

    el sol eterno de las almas vivas.

     

    Blanco tu cuerpo está como el espejo

    del padre de la luz, del sol vivífico;

    blanco tu cuerpo al modo de la luna

    que muerta ronda en torno de su madre

    nuestra cansada vagabunda tierra;

    blanco tu cuerpo está como la hostia

    del cielo de la noche soberana,

    de ese cielo tan negro como el velo

    de tu abundosa cabellera negra

    de nazareno. Que eres, Cristo, el único

    hombre que sucumbió de pleno grado,

    triunfador de la muerte, que a la vida

    por Ti quedó encumbrada. Desde entonces

    por Ti nos vivifica esa tu muerte,

    por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,

    por Ti la muerte es el amparo dulce

    que azucara amargores de la vida;

    por Ti, el Hombre muerto que no muere

    blanco cual luna de la noche. Es sueño,

    Cristo, la vida y es la muerte vela.

     

    Mientras la tierra sueña solitaria,

    vela la blanca luna; vela el Hombre

    desde su cruz, mientras los hombres sueñan;

    vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco

    como la luna de la noche negra;

    vela el Hombre que dio toda su sangre

    porque las gentes sepan que son hombres.

     

    Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos

    a la noche, que es negra y muy hermosa,

    porque el sol de la vida la ha mirado

    con sus ojos de fuego: que a la noche

    morena la hizo el sol y tan hermosa.

     

    Y es hermosa la luna solitaria,

    la blanca luna en la estrellada noche

    negra cual la abundosa cabellera

    negra del nazareno. Blanca luna

    como el cuerpo del Hombre en cruz, espejo

    del sol de vida, del que nunca muere.

     

    Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre

    nos guían en la noche de este mundo

    ungiéndonos con la esperanza recia

    de un día eterno. Noche cariñosa,

    ¡oh noche, madre de los blandos sueños,

    madre de la esperanza, dulce Noche,

    noche oscura del alma, eres nodriza

    de la esperanza en Cristo salvador!

    Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - Cuatro grandes poemas sobre la cruz

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