El leñador intrépido

Fue una hazaña maravillosa. Hasta para un leñador intrépido, se consideró algo extraordinario.

06 DE AGOSTO DE 2023 · 08:00

Anastasia Shelepova, Unsplash,leñador bosque
Anastasia Shelepova, Unsplash

Este cuento es una adaptación del capítulo 2 de Pasión por las almas, de Oswald J. Smith. El autor quiso, a través de esta fantástica narración, confrontar al lector con lo fútil de los logros humanos al compararlos con un llamado de Dios que puede afectar eternamente a miles de vidas, conduciéndolas a la salvación.

Para entender mejor la historia es bueno leer la nota al capítulo, del propio Oswald Smith: Sobre la costa occidental del Canadá existen bosques de pinos donde no es extraño ver que algunos superan los cien metros de altura. La tala de semejantes árboles requiere de leñadores especializados, quienes, antes de derribar por tierra a esos gigantes, trepan hasta lo alto del tronco para cortar, en primer lugar, la copa e instalar, luego, los aparejos con los que transportar el tronco cortado. Se suelen hacer concursos de destreza entre los leñadores, que en ocasiones han producido caídas fatales.

 

El leñador intrépido

Fue una hazaña maravillosa. Hasta para un leñador intrépido, se consideró algo extraordinario. Los alegres hacheros de la Costa del Pacífico nunca olvidarán la emoción que sintieron mientras observaban al temerario y audaz muchacho balanceándose entre el cielo y la tierra.

Se había elegido el árbol el día anterior. Un inmenso pino Douglas de unos cien metros de altura, con un diámetro de dos metros en su base, perfectamente derecho y pelado casi hasta la copa. No era un árbol fuera de lo común, por lo menos en la Columbia Británica, pero se trataba de uno especialmente seleccionado y muy apropiado para el concurso de leñadores.

El joven hachero, de diecinueve años, rostro alegre y aire despreocupado, era el centro de toda la atención aquella tarde. Después de meses de preparación especial había llegado a ser uno de los mejores leñadores de la costa.

Saltando por el tronco del árbol, con los clavos largos de su calzado y una correa alrededor de la delgada cintura, trepó los quince primeros metros como una ardilla y se hallaba ya muy arriba antes de que los robustos compañeros, al pie del árbol, se dieran cuenta de que había desaparecido entre las ramas.

Echando la soga alrededor de sí, hincó los clavos de los zapatos firmemente en la corteza del árbol. Con su cabeza hacia atrás, seguía ascendiendo exitosamente ayudado por el excelente estado atlético de su cuerpo. Arriba y siempre hacia arriba, ascendía a la par que la inmensa copa se mecía por sus movimientos.

Muchos de los observadores, cansados de mirar a lo alto, se acostaron de espalda para verlo mejor. Se oían incesantes gritos de asombro y excitación, animando al joven a seguir adelante. Con razón se esforzaba. Era su día y él había concursado, no tanto para vencer a los rivales, lo daba por hecho, sino para superarse a sí mismo.

Por fin, se detuvo a una altura de sesenta metros. Suficiente. Ahora a trabajar. Sacó su hacha y empezó a cortar el árbol dando vuelta al tronco continuamente, sosteniéndose con su fuerte correa. Daba golpes firmes, haciendo caer una lluvia de astillas sobre las personas que desde abajo lo observaban.

De dos cosas tenía que cuidarse, pues había un par de posibles accidentes que todo hachero ha de evitar: si erraba un golpe podría cortar la correa que lo soportaba y el resultado sería fatal (hacía una semana que se produjo un incidente así en la Isla de Vancouver y el cuerpo lleno de golpes y sin vida del descuidado Tim se recogió al pie del árbol); además, tenía que estar bien seguro de que cortaba perfectamente el tronco en su circunferencia, no fuera que, al romperse el árbol, se rasgara llevando consigo la correa que estaba alrededor del cuerpo del leñador (tal cosa ya había acontecido a otro leñador y aún estaba fresco el recuerdo de ese terrible suceso). Pero el joven seguía muy alerta y lo había practicado cientos de veces. Todo debía marchar bien.

La copa del árbol, cortada correctamente, cayó a tierra con el estrépito de un trueno, obligando a los leñadores a saltar a un lado para evitar ser golpeados por ella. Fue entonces cuando el intrépido leñador se vio frente a su peligro real. El tronco oscilaba peligrosamente, con movimientos de cinco a siete metros debido a la vibración causada por la caída de la copa. De no estar debidamente prevenido se hubiese dejado llevar por el tronco y como resultado del golpe su rostro hubiera quedado desfigurado al chocar una y otra vez contra el árbol. Tan violento había sido el rebote.

Descendiendo unos cuatro metros, para evitar un posible resquebrajamiento, se afirmó de nuevo a esperar que el inmenso pino dejase de oscilar. Y ahora, de acuerdo con las leyes de los trepadores, le tocaba dedicarse a preparar el aparejo: llevar arriba la polea de doscientos kilos, con un aparejo que tendría que asegurar en la punta del árbol. Pero el valiente muchacho no efectuó el trabajo como mandaba la tradición hachera, en lugar de eso hizo algo que fue tema de conversación entre los leñadores por varios meses.

Lo que vieron parecía una alucinación. Balanceándose entre el cielo y la tierra, erguido sobre el tronco de sesenta centímetros de diámetro, a sesenta metros de altura, como recortado contra el cielo azul, mantuvo el equilibrio.

Todos los espectadores detuvieron la respiración. Se produjo silencio entre los veteranos leñadores mientras miraban hacia arriba. Casi se podía oír el corazón de muchos hombres que latía al galope.  De pronto, el joven hizo que todo quedase congelado en tierra; un escalofrío los dejó débiles y temblorosos, aunque a la vez hipnotizados, sin poder apartar los ojos de él.

A un metro del lugar en que se hallaba el leñador, otro pino se movía por el viento. El muchacho alzó su hacha. ¿Qué iba a hacer? ¿Estaba enloqueciendo? Se soltó el arnés y lo sostuvo en la mano; cual acróbata que desafía a la muerte, saltó hacia el árbol vecino y asestó un golpe enérgico al tronco; aferrado a su hacha y pendiendo sobre el abismo, volvió a colocar el arnés en su nuevo pino y alrededor de su cintura; y, abrazado a la columna natural, descendió rápidamente sin ningún peligro.

Los espectadores lanzaron un suspiro de asombro ante los movimientos veloces y temerarios del joven, pero acabaron con vítores, celebrando que cinco minutos más tarde el leñador había plantado los pies en tierra, feliz y victorioso. Sin lugar a dudas, por tercera vez consecutiva, el prodigioso hachero había ganado la competición.

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Llegada la noche de aquel memorable día, el joven da vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Recuerdos de días pasados se le aparecen como incómodos fantasmas que no logra ahuyentar. El viejo hogar, su madre, la iglesia de su niñez y una multitud de imágenes y sensaciones sagradas que visitan su confusa mente.

Esto no conviene, susurra. ¿Qué es lo que me pasa? Apoyándose sobre el codo, pone atención para asegurarse de que todos, menos él, duermen. Luego, silenciosamente, baja de la cama, se viste y sin hacer ruido sale al aire libre.

Es una noche de luna llena. Se ven en la distancia las largas y anchas sombras de los árboles gigantes y cada una de las casas de los leñadores. Nada rompe el silencio de la misteriosa madrugada. El bosque parece envuelto en un sueño eterno.

Deslizándose entre los árboles se dirige al lugar donde pocas horas antes ha realizado su asombrosa hazaña, pensando que el paseo le cansará y recobrará el sueño, o al menos le ayudará a olvidarse de los recuerdos que le afligen.

Una hora más tarde regresa a su cabaña y se acuesta de nuevo. Pronto, se reconcilia con Morfeo, pero en cuanto se duerme extrañas visiones invaden su corazón.

Sueña que está trepando al árbol del concurso lleno de entusiasmo, ansioso por llevar a cabo la arriesgada proeza. Sueña que empieza a cortar la copa con fervorosa energía. En pocos segundos ha completado el corte, pero el árbol se estremece y cuando la parte superior cae a tierra el tronco restante viene y va vertiginosamente. Siente el golpe del tótem en su rostro repetidas veces, como el puño de un boxeador sediento de victorias. El dolor es enloquecedor. Está seguro de que todos los huesos de la cara se han quebrado y la sangre le chorrea por el rostro...

Se despierta bañado en sudor, con los nervios de punta y tiene que levantarse y respirar profundo durante varios minutos hasta que consigue tranquilizarse. Debe de ser ya cerca del alba cuando exhausto se duerme.

Vuelve a soñar que usa el hacha en un punto muy alto del árbol, sostenido únicamente por la correa. De pronto, yerra el golpe, corta la correa y en un abrir y cerrar de ojos se contempla a sí mismo cayendo al vacío y lanzando un terrible grito... Se despierta por segunda vez, encontrándose en el suelo, al lado de su cama.

Tiene miedo de dormirse y sale de nuevo de la cabaña, solo que ahora camina sin rumbo entre los pinos titánicos. Una avalancha de recuerdos, aquellos que antes había tratado de sofocar, inundan su mente, poderosos; es imposible escapar...

En su imaginación, viaja de regreso a la ciudad. Se reconoce asistiendo otra vez a una importante convención misionera, la que se había celebrado hacía un año. Está sentado en el auditorio rodeado de cientos de oyentes. Atraído por algún poder magnético del predicador, o empujado por una influencia extraña, repentinamente se incorpora y acaba uniéndose a una larga fila de jóvenes que pasan adelante, hasta la plataforma, para responder al llamado de las misiones.

Fue ese un momento lleno de emoción. Aún podía sentir la exaltación de espíritu que había experimentado. Sí, tenía el firme propósito de ir como misionero donde Dios lo enviase. Pero al finalizar la conferencia este fuego se desvaneció, apagado por los afanes de la vida y, sobre todo, al volver a calcular el costo de su decisión fríamente.

Poco a poco, la santa resolución se había debilitado y su entusiasmo se enfrió. Peligrosas atracciones mundanas se apoderaron de él nuevamente y a las pocas semanas logró ahogar la voz interior del Espíritu y olvidarse, momentáneamente al menos, de su compromiso. Sin embargo, de vez en cuando, especialmente en los momentos de silencio, esa voz reclamaba su atención e insistía en el destino sagrado que le seguía esperando. Por mucho que se esforzaba no podía olvidarse de lo que había prometido al cielo.

Un día, sintiéndose desesperado, tomó un tren que lo llevó al oeste y a los pocos meses terminó como trepador especializado en los gigantescos árboles de los campamentos de leñadores, en la Columbia Británica.

Ahora, ha transcurrido un año, y creyendo que todo se ha ahogado en el mar del olvido, se descubre otra vez luchando cara a cara con su llamado. Por espacio de dos horas resiste desesperadamente. El precio que tiene que pagar se le presenta en forma tan real que le hace hiperventilar. No puede desembarazarse de la carga que supone el sacrificio de ser misionero. La fama que ha conquistado como leñador intrépido lo empuja ferozmente hacia los bosques; la familiaridad del monte y el gozo de la vida agreste le provocan duda y nostalgia.

Súbitamente, como un relámpago, cruza por su mente el ejemplo de otro joven que quiso huir de Dios... Pero a Jonás le fue muy mal. A él, quizá, le puede ir peor. Sería peligroso tratar de esquivar esta decisión mucho tiempo más y seguir encaramándose a los pinos infinitos para esconderse de la mirada de Dios.

Cae al suelo lentamente y coloca la cabeza entre las rodillas. Estalla en un desesperado llanto. Amargas lágrimas de arrepentimiento corren por sus mejillas mientras que, con frases entrecortadas, hace una confesión buscando perdón por la desobediencia y renueva ante Dios el voto de servirle como misionero.

Entonces y solo entonces, por fin, una paz como nunca ha experimentado llena su corazón. Tras aquel tiempo de oración el leñador intrépido ha sido rescatado.

Con los primeros rayos de un nuevo día, renace otro joven lleno de santa determinación, que se sabe listo para cumplir su llamado.

FIN

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