Mitos evangélicos y otros bulos
A estas alturas no le va a extrañar a nadie que también en el mundo evangélico exista más de una leyenda urbana, mito popular, bulo, cuento de hadas o como quieran llamarlo.
14 DE MARZO DE 2024 · 08:00
El mundo está lleno de mentiras y montajes. Siempre ha sido así, pero desde la llegada de las redes sociales y las reproducciones gráficas generadas por la inteligencia artificial no hay quien pare la avalancha de bulos. Uno podría reírse ante la tremenda creatividad a la hora de inventar historias y supuestos acontecimientos. Pero al final queda un sabor agridulce en la boca cuando uno se da cuenta de que infelizmente hay mucha gente dispuesta a creerse cualquier cosa - y no solo las patrañas mejor diseñadas.
Es inquietante ver que vivimos en un tiempo donde en una medida creciente no hacen falta pruebas y hechos comprobados para conceder a cualquier chismorreo el estatus de verdad inquebrantable. Por lo tanto, abundan en nuestros tiempos historias de todo tipo por las cuales se ha acuñado una expresión simpática: hablamos de una leyenda urbana que no es otra cosa que un mito popular, un bulo o un mito.
Una leyenda urbana es una historia o un rumor que se transmite de persona a persona, generalmente de forma oral o a través de los medios sociales, muchas veces apoyadas por fotos retocadas. Se presentan eventos extraordinarios o increíbles como si fueran reales. A menudo se añaden elementos sobrenaturales, misteriosos o inexplicables. Aunque carecen de pruebas sólidas o verificables, mucha gente se cree a pies juntillas toda la parafernalia de noticias curiosas o sensacionalistas que encajen en su cosmovisión personal, como si la vida fuera tan aburrida que haría falta inventarse más locuras aparte de las ya existentes.
Para que se me entienda mejor, voy a poner algunos ejemplos: todos hemos leído de que la Gran Muralla China se ve a simple vista desde la estación espacial, incluso desde la luna.
Aunque esta espectacular fortificación se extiende a lo largo de más de 21.000 kilómetros, su anchura no llega a los 5 metros. A lo mejor, si uno toma suficiente vino -algo poco recomendable cuando viajas en un transbordador espacial- se consigue ver desde el espacio la Gran Muralla china, el Dragon Khan o incluso un paso de peatones en Murcia. Lo cierto es que no existe ninguna foto que no haya sido retocada de este supuesto hecho.
Otro ejemplo famoso de leyendas urbanas tiene que ver con Albert Einstein. Todos sabemos que este genio que nos ha dado la teoría de la relatividad era un mal estudiante. Da la casualidad que no fue así.
Es un bulo extremadamente popular en los inicios de la época estival, cuando llegan las notas de final de curso y su más que previsible desfile de suspensos. A los padres les gusta pensar que, a pesar de la desastrosa vida académica de su hijo, aún hay esperanzas en él si Einstein era un zoquete en la escuela.
Lástima que sea mentira. El científico con el pelo desordenado ya se había convertido en un maestro del cálculo diferencial e integral antes de los quince años. A esa edad abandonó la escuela, eso sí, pero no para colgar fotos suyas en Instagram con gorras en las que pone “SWAG”, sino para entrar en un instituto tecnológico. Y aunque tuvo problemas con asignaturas como biología o lengua, se dedicó a ellas tenazmente. Así que si un niño se pasa las horas delante de una pantalla gritando obscenidades a otros jugadores del “Call of Duty” como si estuviese poseído por Satanás, lo siento, pero dudo que sea el próximo Albert Einstein.
Creo que con estos ejemplos se entiende mejor lo que es una leyenda urbana. Innumerables ejemplos más podrían seguir, creíbles e increíbles, desde el cuerpo congelado de Walt Disney a las estelas químicas de los aviones que nos exterminarán, y desde los reptilianos que han invadido la tierra hasta el Cid montado muerto en su caballo Babieca.
Y ahora vamos a lo nuestro. A estas alturas no le va a extrañar a nadie que también en el mundo evangélico exista más de una leyenda urbana, mito popular, bulo, cuento de hadas o como quieran llamarlo.
Todo empieza con la famosa manzana -inexistente- que se comieron Adán y Eva. Y por supuesto, en cualquier libro para niños que representa gráficamente a la desgracia de Jonás podemos nítidamente identificar una ballena como autora de las desgracias del profeta.
En el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo confluyen de forma particular bulo y hecho, hasta tal punto que a veces uno mismo queda con la duda ante ciertos detalles mencionados en más de un sermón.
De que los tres Reyes Magos no eran ni tres, ni reyes, ni magos se ha escrito en repetidas ocasiones, también en esta publicación. Para poco ha servido. Las estampas de “sus majestades” ante el pesebre con buey, asno, oveja y pastores incluidos queda para siempre en la memoria colectiva de la humanidad.
Pero ni siquiera la feliz coincidencia de los pastores y los Reyes Magos se mantiene en pie. Porque cuando los pastores llegaron, sus “majestades” aún se encontraban en su reino lejano y no iban a aparecer hasta unos 15 meses más tarde.
Una de las leyendas urbanas más recientes en conexión con la familia sagrada se ha inventado la propia Autoridad Nacional Palestina, presentando a Jesucristo como niño palestino perseguido por los judíos. Los hechos reales poco importan, obviamente. ¿A quién le interesa que Herodes era edomita, y no judío, si “Herodes = judío” encaja en la propaganda política de turno?
Y tampoco importan los hechos a aquellos que pintan a la sagrada familia como pobres refugiados en búsqueda de una vida mejor. Con los regalos que acaban de recibir de las visitas de Oriente eran todo menos pobres y tampoco les importaba encontrar una vida mejor en Egipto, porque a la primera de cambio (de gobierno, en este caso) volvieron a su país. De momento simplemente se contentaron por haber salvado sus vidas.
Y hablando de palestinos: aunque su nombre en árabe indica su ascendencia de los filisteos, histórica y étnicamente tienen tanta relación con ellos como un zulú con un tirolés.
Todo esto es muy sabido y para aquellos que quieren enterarse de la verdad hay suficiente literatura que se atiene a los hechos y no a las fantasías ideológicas o religiosas. Lo que suele suceder es que las mismas no están de moda ni son trending topics en ninguna red social.
Estos ejemplos de leyendas urbanas bíblicas no agotan ni por asomo todo lo que hay. En la pequeña serie que voy a empezar hoy, me gustaría poner algún que otro ejemplo más. No lo hago porque tengo vocación de iconoclasta (1), sino porque para mí, como alguien que lleva enseñando casi 40 años contenidos bíblicos, es una aspiración fundamental quitar de en medio todo lo que no sea verídico y, por lo tanto, a-histórico de mi entendimiento de la Biblia. Y a veces no queda más remedio de sacrificar alguna vaca sagrada, aunque venga del portal de Belén.
No es mi intención criticar a personas que por la razón que sea hayan promulgado leyendas urbanas. La gran mayoría no lo hace con malas intenciones. Además: quien esté libre de culpa que lance la primera piedra. Todos nos hemos equivocado en algún momento al repetir una historia simplemente porque alguien la ha publicado y nos pareció creíble, interesante y divertida para ilustración del sermón del domingo. Como ya dijo Giordano Bruno en su momento antes de morir en la hoguera de la inquisición: “Si no es verdadero, por lo menos está bien inventado.”
Y si algún que otro lector podría sentirse tentado a usar la información de esta serie de artículos como un mazo al escuchar a alguien predicar una de estas interpretaciones “legendarias”, le quiero dar un consejo de amigo: no es buena idea meternos con otros para demostrarles su ignorancia y nuestra propia ilustración. Bastante trabajo tenemos con quitar las vigas de nuestro ojo.
Pero al mismo tiempo, todos tenemos que tener un interés en separar lo inventado de lo histórico. Al fin y al cabo, esto era una de las aspiraciones de la Reforma: limpiar de leyendas urbanas la fe que fue una vez y para siempre entregada a los santos.
La importancia del mensaje del evangelio lo merece.
(1) Iconoclasta es un término que proviene del griego eikonoklástēs, que significa “rompedor de imágenes”.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Teología - Mitos evangélicos y otros bulos