La respuesta es Jesús, no el Estado
El Estado no es Dios, ningún presidente es un Salvador y ningún partido guardián de la verdad.
20 DE NOVIEMBRE DE 2024 · 12:00
El Estado y el Reino de Dios (1)
Las recientes elecciones en Estados Unidos nos han recordado la obsesión por el poder político. Parece que la supervivencia de la humanidad pende de un hilo cada vez que se abren las urnas, ya sea en Washington, París o Madrid. Se tiene la sensación de que, tras el frenesí de las campañas y las promesas altisonantes, todo sigue igual o peor. Eso ocurre por una sencilla razón: el Estado no es Dios, ningún presidente es un Salvador y ningún partido guardián de la verdad. Cuanto menos intervengan los tres en la vida de los ciudadanos, mejor.
Pero más allá de las diferencias ideológicas, que existen también entre creyentes, hay un fenómeno preocupante que se extiende como una sombra sobre el panorama político: el estatismo. Se trata de esa fe ciega en el poder del Estado y en su capacidad para arreglar y controlar cada aspecto de nuestras vidas, desde lo económico hasta lo más personal. El creciente estatismo de nuestra época exige respuestas a preguntas fundamentales: ¿dónde están los límites de la intervención estatal? ¿Cuál es la función del Estado? ¿Hasta qué punto debemos obedecer a la autoridad política?
Estas cuestiones adquieren aún mayor relevancia en una época donde nuestros gobiernos se arrogan cada vez más competencias, jugando la baza de la unidad y prosperidad europea, nacional, o regional. En este sentido, da igual de qué color ideológico se vista el Estado. Lo que le importa es tener todo el poder.
A lo largo de los siglos, la relación entre el creyente y el poder político ha sido un tema importante, como lo demuestra la Biblia. En un mundo donde los imperios se alzan y caen como las olas del mar, es fácil quedar deslumbrado por la grandeza y la fuerza de estas estructuras. Pero la Biblia nos ofrece una perspectiva radicalmente distinta. Nos invita a mirar más allá del oropel del poder temporal y a reconocer la naturaleza efímera de todo reino humano. Y sobre todo nos llama la atención un detalle: los grandes imperios se representan en la Biblia como bestias feroces.
En medio del ruido y la furia de la arena política, recordemos estas sencillas verdades:
● Antes y después de cada elección, Dios permanece en su trono.
● La autoridad final sobre cada uno de nosotros reside en Dios, no en el gobierno.
● Los problemas del mundo no se resuelven con estrategias políticas, sino con la transformación del corazón humano.
● La historia es Su historia.
En esta nueva serie de artículos, vamos a dejar por un momento el debate político cotidiano y contemplaremos la panorámica completa a través del lente de la Biblia. Como cristianos, nuestra lealtad última no pertenece a ningún estado o nación, sino al Reino eterno de Dios, un reino de justicia y paz que jamás será destruido.
1. La transitoriedad de los reinos terrenales
Desde las primeras páginas de Génesis, la Biblia nos muestra la fragilidad de los reinos humanos. El pecado, con su poder corruptor, se extiende como una enfermedad por todas las sociedades. Vemos cómo la soberbia y la ambición llevan a la caída de reyes y naciones, como en el caso del rey Nabucodonosor, quien en su arrogancia exclamó: “¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real, con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?” (Daniel 4:30). Pero Dios, en su soberanía, humilló al rey, recordándolo que “el Altísimo tiene dominio en el reino de los hombres, y que lo da a quien él quiere” (Daniel 4:32).
A lo largo de la historia bíblica, somos testigos del ascenso y caída de imperios como Egipto, Asiria, Babilonia, Persia, Grecia y Roma. Estos reinos, que en su momento parecieron invencibles, finalmente se desvanecieron como la niebla de la mañana. La Biblia nos recuerda constantemente que el poder terrenal es pasajero y que solo el Reino de Dios permanece para siempre.
2. El poder de Dios sobre las naciones
Si bien la Biblia describe la existencia y la autoridad de estados e imperios, también deja claro que Dios es el soberano absoluto sobre todas las naciones. Él es quien "quita reyes y pone reyes" (Daniel 2:21) y quien “hace caer a los poderosos de sus tronos, y exalta a los humildes” (Lucas 1:52). El Salmo 2 describe la futilidad de los reyes de la tierra que se rebelan contra Dios. La historia de José, vendido como esclavo por sus hermanos y luego elevado a una posición de poder en Egipto, es un ejemplo notable del control soberano de Dios sobre los asuntos humanos, incluso en medio de las intrigas políticas y las injusticias. A través de José, Dios proveyó para su pueblo y lo preservó durante una época de hambruna.
Seguiremos en nuestro próximo artículo
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